La Leyenda de los Alvas

De las cuevas conocemos su entrada, pero ¿conocemos su interior?


Junto a esa historia que se enseña en las escuelas, junto a esa historia oficial del mundo, dicen que existe otra paralela, una historia secreta que se va trasmitiendo sólo entre los iniciados, como si de una religión oculta se tratara. De vez en cuando, por accidente, se produce alguna filtración y algunos retazos afloran hasta el público, que incapaz de interpretarlos los trasforma en leyendas. Precisamente sobre uno de estos retazos vamos a hablar en las líneas que siguen, pero vamos a hacerlo como se merece, no como una leyenda, sino como un trocito de esa otra realidad que por lo general nos pasa desapercibida. La aventura que voy a contaros me la contaba mi abuela de pequeña, y su abuela le decía que a ella, a su vez, se la contó su abuela y así sucesivamente durante muchas generaciones…

Hace mucho, mucho tiempo, antes de los íberos y de los romanos, vivieron en estas tierras unas gentes que no se relacionaban con otros pueblos, que vivían aisladas en los montes y a las que raramente se veía fuera de su territorio. Su modo de vida era un tanto peculiar, puesto que no vivían en casas sino en cuevas, al estilo de los trogloditas, y aunque cultivaban alguna pequeña porción de tierra subsistían principalmente de la recolección de frutos y plantas silvestres, y de algunas cabras que criaban, pero sobre todo vivían de las ofrendas que les hacían aquellos que solicitaban sus servicios. Y es que el pueblo de las cuevas vivía de la sanación de enfermedades y de la adivinación del futuro, eran los llamados alvas, palabra que era la unión de los términos “al”, que significa blanco/a o bueno, y la palabra “vas”, magia: los magos blancos o magos buenos, a los que algunos, por su forma de vida, llamaban también los magos de las cuevas, los “al-cu-vas”.

Además de tener su residencia en cuevas, los alvas tenían varios lugares sagrados, en los que celebraban sus reuniones y ritos colectivos. En su culto, relacionado con la madre naturaleza –la cueva, al fin y al cabo no es más que una especie de útero, de espacio de creación y generación, el vientre de la madre naturaleza-, el ritmo de las celebraciones iba unido a los fenómenos naturales, al Sol, la Luna, los astros y las Estaciones del año.

Precisamente con las Estaciones estaban relacionados directamente cuatro de los lugares más sagrados para este pueblo, todos ellos situados en el Monte del Sol, el que ellos llamaban la cumbre del Sol, el “Sol Ana”: cada una de las estaciones del año estaba representada por una cueva, de la que debían nacer todos los bienes para el pueblo alva para ese periodo del año, y en ella celebraban una serie de ritos propiciatorios.

Así, al Norte estaba la Cueva del Invierno, en cuya entrada el saúco se extendía con enorme vigor: de sus frutos macerados obtenían una especie de licor que utilizaban en las ceremonias dentro de la cueva a la luz de las antorchas, y de sus hojas, flores y raíces obtenían remedios para diferentes males; al Este se encontraba la Cueva del Otoño, situada junto a una fuente que brotaba entre las rocas, cuyas aguas tenían poderes mágicos si eran acompañadas del ritual adecuado; al Sur la Cueva del Verano, situada junto a una charca en la que celebraban rituales de purificación. Los extranjeros llamaban a esta balsa la Balsa del Silbido, porque cuando soplaba viento de la cercana gruta salía un silbido que muchos consideraban sobrenatural. Finalmente, en el lado Oeste, se encontraba la Cueva de la Primavera, en la que se celebraba el ritual de iniciación de los alvas, el nacimiento a la magia.

El otro lugar mágico de este pueblo estaba junto al Monte del Sol, en la que llamaban La Silla, un mirador que dominaba el valle de las cuevas blancas, en el que una enorme piedra monolítica con forma de silla servía de trono al maestro de los magos durante las celebraciones y bendiciones de los solsticios y equinoccios.

La vida de este pueblo era sencilla y relativamente tranquila, lo era hasta que ocurrió algo que las antiguas profecías venían anunciando desde hacía siglos: el día que el arco iris se rompiese en dos, algo más se rompería en el mundo de los alvas. Un día de marzo, durante una fuerte tormenta acompañada de granizo, nació en la Cueva del Duende un niño recio, un niño moreno con una gran mancha en el brazo derecho con forma, decía la matrona, de cría de lagarto de agua, y así le llamaron: “Ran-Co”. Ese día, bajo la tierra, se pudo sentir un leve pero prolongado temblor. Ese día nació también la bestia.

Ranco creció como un niño más, y al alcanzar la mayoría de edad fue iniciado en la magia como cualquier otro alva. Pronto se destacó como un gran mago de aptitudes excepcionales, pero pronto también empezó a hacer gala de una soberbia que con frecuencia le enfrentaba con el resto de los magos, hasta que un día pretendió con malas artes que se le nombrara Maestro Mayor, sin respetar la edad ni la jerarquía establecidas. El mal uso de la magia provocó que el Consejo de Magos decidiera que debía ser desterrado durante cinco años para que reflexionara, y que luego, si demostraba un cambió en su actitud, podría regresar y ser uno más de los magos.

Los cinco años pasaron y Ranco regresó, pero lejos de volver humilde lo hizo convertido en un “ne-va”, un mago negro dispuesto a vengarse, cabalgando sobre un espantoso dragón alado. La bestia, cabalgada por el neva como si de un terrible caballo de guerra se tratara, agarró entre sus garras una inmensa roca y volando se elevó por encima de la Cueva del Invierno para, con un gesto furibundo, arrojarla con fuerza sobre la cavidad, aplastando la gran bóveda. Al disiparse la enorme polvareda levantada por el impacto, el neva comprobó que había fallado en sus propósitos ya que los magos habían huido por una galería hacia el interior de la montaña. Agarrando de nuevo la enorme roca se dirigieron hacia la Cueva del Otoño, siguiente lugar en el que los magos podían ocultarse, repitiendo el lanzamiento y fallando de nuevo. La tercera cueva, junto a la Balsa del Silbido quedó también destruida.

A pesar de la terrible pérdida de sus cuevas sagradas, los alvas consiguieron ganar el tiempo necesario para preparar el conjuro con el que intentar detener al monstruo, y alcanzaron la Cueva de la Primavera. Allí se ocultaron en la segunda cámara, esperando la llegada del malvado neva: en la primera cámara habían creado una red de energía comprimida que sólo esperaba a ser liberada para atrapar a todo ser vivo que se le pusiera por delante. Y esa liberación se produjo precisamente gracias al impacto de la roca lanzada por la bestia.

El malvado mago negro fue destruido por el conjuro y la bestia fue atada con una gruesa cadena de eslabones de oro y encerrada en la Cueva de la Iniciación, la más mágica de todas, en la hoy llamada Cueva del Moro, en la pared de la Peña Ramiro, y allí permanece silenciada e invisible gracias a un poderoso encantamiento para el que fue necesario unir las fuerzas y saberes de todos los alvas. El resto de grutas, comunicadas entre sí a través de la Cueva Madre de la Sol Ana, fueron selladas por los magos con piedras y con un conjuro para evitar que la energía maligna pudiera escapar, y que ningún humano pudiera nunca penetrar en ellas. Después abandonaron estas tierras y se dirigieron hacia el Noreste, hacia el Monte Mayor, y alrededor de este fundaron su nuevo Reino de las Cuevas Blancas, el que llamaron “Cu Al On” lo suficientemente alejado de las Alcuvas, pero al mismo tiempo lo suficientemente cerca como para vigilar que no escapase nunca la bestia.

Aún así, en la noche del solsticio de verano, la hoy llamada Noche de San Juan, dicen que en el momento en el que la Luna se encuentra en su punto más alto, un pálido rayo de luz penetra por un agujero de la montaña y hace relucir los eslabones de la cadena, que se presentan fríos e intocables, como la invisible criatura a la que sujetan. Cerca, en una pequeña ladera del monte de inverosímil acceso, en lo que las gentes llaman El Huerto, esa misma noche florece una misteriosa flor de extraño aroma: dicen que quien la corta, si pronuncia las palabras ocultas, pasa a ser uno de los magos de las cuevas, pasa a ser uno de los alvas.

Yo desconozco lo que de real pueda haber en esta historia que me relataba mi abuela, pero parándome a pensar un poco, alrededor de mi pueblo puedo contar hasta doce cuevas: la Sabuquera, la de los Abuelos, la del Duende, la de la Roza, la del Moro, la de la Hiedra, la de la Campana, la de la Dotora… Lo cierto es que nunca he penetrado mucho en ellas, pero en todas hay piedras que parecen cerrar un camino…

… Y quién sabe, a lo mejor ese es el camino que lleva hasta la bestia, hasta el reino oculto de las Alcuvas, el reino de las cuevas de la magia blanca.
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J.L. Alcaide Verdés



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